21/10/2018

El camino de la rendición: Abandonar la lucha para sentir la paz

El camino de la rendición: Abandonar la lucha para sentir la paz
El camino de la rendición: Abandonar la lucha para sentir la paz
Una imperdible columna del psicólogo Gustavo Marín.

Como psicoterapeuta, día a día, escucho a personas que sufren. Y no puedo decir que todas sufran por el mismo motivo, pero si creo que existe una situación generadora de sufrimiento que se relaciona con una actitud que es muy común.

Dice el Tango que canta Goyeneche (Tango: Uno, letra Enrique Santos Discépolo-Música, Mariano Mores):

Uno, busca lleno de esperanzas 
el camino que los sueños 
prometieron a sus ansias... 
Sabe que la lucha es cruel 
y es mucha, pero lucha y se desangra 
por la fe que lo empecina... 

El tema sobre el que quiero llamar la atención es el de “la lucha”. Todos hemos escuchado decir o hemos dicho: la vida es una lucha, la lucha contra el cáncer, no dejes de luchar, la lucha por un amor, la lucha por mantener la familia unida, la lucha por una causa justa, la lucha contra el sistema, la lucha por la Paz, la lucha por ser persona, etc...

Cuando hice la formación en Psicoterapia Cognitiva en la ciudad de La Plata, nos explicaban que el Ataque de Pánico se produce por un significado catastrófico que se le da a un síntoma somático, pero que esto solo no es suficiente. Es necesario que se instale en la persona una forma de lucha contra los síntomas, el imperiosos deseo que estos desaparezcan inmediatamente, y que esto representa una manera de controlar lo que le está pasando y al no poder, ese es el desencadenante principal de la crisis.

Y esto lo he corroborado en mi experiencia clínica, y los resultados son sorprendente cuando el paciente deja de luchar contra lo que le esta sucediendo, y aprende a tolerarlo, a observarse, a aceptarlo. Cuando la lucha cede, los síntomas también.

El famoso Dr. Wayne Dyer ​ fue escritor de muchísimos libros de psicología transpersonal y superación personal. Tuvo cáncer, de lo cual se curó y falleció en el 2015 de un problema coronario, y acostumbraba a decir que él nunca usa palabras como lucha o ataque por que la lucha nos debilita.

En esta sociedad capitalista y patriarcal, la lucha ha cobrado un significado positivo. Y pensamos que si luchamos, conseguiremos lo que queremos, pero no nos damos cuenta, que esa lucha, que se inicia con una buena intención, termina por desgastarnos, favorece nuestra falsa idea que todo depende de nosotros, que el control es algo necesario y la única alternativa. Mantenemos la falsa creencia que si no luchamos, eso significa que nos damos por vencidos, que somos débiles, que rechazamos la vida.

Por ejemplo, es común escuchar como pacientes con alguna enfermedad grave, dicen que “luchan” contra esa enfermedad y son apoyados por su entorno en esa lucha. No digo que esté mal y no le de resultados a algunos, pero mi visión es que existe otro camino que es mirar a la enfermedad y ver que me trae, por qué surgió, qué tengo que aprender de ella.

La enfermedad no es un castigo, ni algo que surgió por puro azar, algo debe tener que ver conmigo, con como venía viviendo, con situaciones difíciles que tuve que atravesar y no pude quizás elaborarlas. Si quiero entender el mensaje que me trae mi enfermedad, para poderme sanar, tengo que aceptarla, pero si lucho contra ella, la estoy rechazando, y así nada se modificará sustancialmente, aunque me cure.

La lucha con la enfermedad no es otra cosa que una lucha conmigo mismo, una lucha en donde el campo de batalla está en mi interior, y eso crea tensión, no paz, ni la serenidad necesaria para comprenderme. El tratamiento que emprenda también me permitirá una experiencia, con emociones intensas, pero no son ni balas, ni bombas que uso contra la enfermedad, sino una manera de reestablecer un equilibrio a conciencia.

Y así también luchamos en otros ordenes de la vida. Luchamos, y a veces sin darnos cuenta  para sostener una relación de pareja que va de crisis en crisis, y terminamos desgastados, en donde ya no es el amor lo que nos sostiene, sino la intensidad de esa lucha, que paradójicamente a la  vez que nos va consumiendo, nos da poder, control, adrenalina, seguridad, pero nos quita el fluir con el momento presente, el sentirnos libres, livianos y en coherencia con la vida que busca avanzar.

No nos rendimos a lo que sentimos verdaderamente, o preferimos mantenernos en nuestra posición, sin aceptar la del otro, sin dejarnos ir, sin decir mi verdad por temor a dañar o  sentir culpa, o por tener que perder una situación de confort, o esperando lo mágico; sin ver los altos costos que pagamos por no ceder y soltar. Asoman nuestros aspectos más infantiles, la dependencia, el capricho, la posesión, el victimismo, la testarudez, la manipulación, la idealización, la sumisión, el escape. No somos consciente que si algo no se resuelve es porque estamos luchando contra lo inevitable.    

Una persona dice sentir algo muy profundo por otra, y sin embargo se aleja, cuando el movimiento natural es acercarse.

También sucede a menudo que cuando tenemos un conflicto con alguien, tenemos el impulso de alejarnos, no queremos sentarnos a hablar con esa persona, lo cual parecería lógico, pero alejándonos, jamás resolveremos ese conflicto, nos lo llevamos dentro.

Y así andamos por la vida, con situaciones inconclusas en la mochila. Es que tiene tanta intensidad el encuentro con el otro, sea por amor, sea por enojo, que nos da pánico sentirlo en toda su dimensión.

Somos unos grandes evitadores. Tememos de nuestras emociones y sentirnos vulnerables y nos cuesta decir y actuar.  Y así vamos acumulando intensidad, y si pasa mucho tiempo nos vamos ahogando, apagando y en algún punto nos empezamos a sentir aburridos, deprimidos,  todo nos parece monótono, sin sentido, y allí ponemos el automático y para compensar el hastío  buscamos intensidades que “podamos controlar”, como trabajar mucho, o beber o comer de más, tener experiencias intensas que nada tienen que ver con resolver nuestros problemas, nos alienamos con  la tecnología, viajamos para despejarnos, o nos aislamos,  o refugiamos en vínculos que mantienen ese adormecimiento. Y si por ahí nos detenemos, y nos miramos un poquito, sentimos el sufrimiento a flor de piel, y hasta podemos llegar a sentir la emoción generadora de todo esto: “el miedo”. Pero como no queremos sentir miedo, lo negamos apenas lo sentimos, lo anestesiamos, o lo justificamos, disfrazamos.

De niños nos animamos a explorarlo todo, pero de grande ya no nos atrevemos a experimentar las distintas situaciones de vida, pienso que me voy a sentir mal, que no puedo tolerar el miedo, que me voy a descontrolar, que me van a herir, millones de cosas, que pueden o no pasar, de hecho si las pienso, ya me están pasando, pero no estoy experimentando la realidad en todo su esplendor, única manera de sentirme vivo y participar de la vida. Y así vamos viviendo a la defensiva, acorazados, causando un sufrimiento mayor en nosotros mismos y en los demás.

Animarme a sentir el  miedo, el enojo, la tristeza,  o el amor es rendirme a mis emociones, rendirme a la situación  y abandonar el control que hace que viva tensionado y al margen de la vida. Cuando dejo de luchar, puedo actuar desde otro lugar más consciente, entendiendo que no todo es como yo quisiera, que acepto que hay situaciones, actividades y personas que tengo que soltar y ver que es lo que pasa, y animarme a lo nuevo, darme permiso a la aventura y al desafío de vivir.

Qué si mantengo una posición ideológica, sobre cualquier tema (social, político, filosófico, espiritual) no significa que los que no piensen como yo son mis enemigos, porque los contrastes son necesarios e inevitables.

Mi hija Daira que compite en natación de aguas abiertas a nivel internacional, me dice que claro que ella quiere ganar cuando nada, pero que eso no significa que vea a sus adversarios como obstáculos, sino que gracias a ellos, puede participar de una experiencia de competencia de alta intensidad y que le permite sacar lo mejor de sí misma,  que sin los rivales, no podría conocerse, explotar todo su potencial y disfrutar de lo que ama que es nadar a toda  velocidad en ambientes naturales. Cuando voy a jugar al tenis, ella me dice: “papá, para tener un buen partido, da lo mejor de vos mismo y envíales bendiciones a tus rivales.”